Estás haciendo cola en la cafetería y te sientes un poco hambriento. ¿Qué escogerás para resistir hasta la hora de comer? ¿Será ese delicioso pastel de chocolate o quizás una pequeña barra de muesli con frutos secos? Revisas las etiquetas: el pastel contiene unas 250 calorías, mientras que la barra de muesli contiene más de 300. Sorprendido por el alto valor calórico de la opción que parecía más saludable, optas por el pastel de chocolate.

Este es el tipo de decisiones que toma la gente que vigila su línea – o que simplemente se fija ocasionalmente en ella. Mientras mantengamos la ingesta calórica en torno al valor recomendado de 2000 calorías para las mujeres y 2500 para los hombres, y obtengamos una buena composición de nutrientes ¿realmente podemos comer todo lo que nos apetezca?

Esto es cierto grosso modo; después de todo, mantener un peso saludable depende en gran medida de un equilibrio entre las calorías entrantes y las salientes. Pero de acuerdo a cierto segmento de la investigación científica, emplear la información de las etiquetas nutricionales para estimar la ingesta calórica podría ser mala idea. Postulan que las estimaciones calóricas de las etiquetas están basadas en ciencia obsoleta y defectuosa, y proporcionan información engañosa sobre la cantidad de energía que realmente tu cuerpo obtiene de un alimento.

Algunas etiquetas nutricionales pueden infraestimar o sobreestimar este valor hasta en un 25%, lo suficiente para arruinar cualquier dieta, lo que puede conducir en el tiempo hacia la obesidad. Dado que el perímetro de cintura del mundo occidental se expande a velocidad alarmante, piensan que es hora de comunicar a los consumidores el verdadero valor energético de su comida.

Los recuentos calóricos de las etiquetas nutricionales se basan en un sistema desarrollado a finales del siglo XIX por el químico americano Wilbur Olin Atwater. Atwater calculó la energía contenida en varios alimentos quemando pequeñas muestras en condiciones controladas y midiendo la cantidad de energía emanada en forma de calor. Para estimar la proporción de esta energía bruta que podía usar el cuerpo, Atwater calculó la cantidad de energía que se perdía en las heces como comida no digerida, y como energía química en la forma de urea, amoníaco y ácidos orgánicos presentes en la orina, y sustrajo estos valores del total.

Empleando este método, Atwater estimó que los carbohidratos y la proteína proporcionaban una media de 4 kcal por gramo, mientras que la grasa proporcionaba 9 kcal por gramo. Con escasas modificaciones, estas mediciones de lo que se conoce como energía metabolizable han sido la referencia desde entonces.

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Sabemos que estos valores son aproximados. Los nutricionistas saben perfectamente que nuestros cuerpos no incineran la comida, la digieren. Y la digestión –desde masticar la comida a conducirla a través de las vísceras descomponiéndola químicamente en el camino- supone una cantidad diferente de energía para diferentes comidas. De acuerdo a Geoffrey Livesey, un nutricionista independiente afincado en Norfolk, Reino Unido, esto puede reducir el número de calorías que tu cuerpo extrae de una comida entre un 5 y un 25 por ciento dependiendo del alimento ingerido. “Este gasto energético es bastante significativo” afirma, pero no se refleja en ninguna etiqueta nutricional.

La fibra dietaria es un ejemplo. Además de ser más resistente a la digestión química y mecánica que otras formas de carbohidrato, la fibra dietaria proporciona energía a la fauna intestinal, que recibe su porción antes que nosotros. Livesey ha estimado que todos estos factores reducen la energía derivada de la fibra dietaria en un 25% -reduciendo la estimación actual de 2 kcal por gramo a 1,5 kcal por gramo (The American Journal of Clinical Nutrition, vol 51, p 617).

De igual modo, el número de calorías atribuido a la proteína debería reducirse de 4 kcal por gramo a 3,2 kcal por gramo, una reducción del 20%, según Livesey. La razón es que convertir el amoníaco en urea cuando la proteína es descompuesta en sus aminoácidos constituyentes supone un gasto energético (British Journal of Nutrition, vol 85, p 271).

En el contexto de la vida real, estos errores relativamente pequeños pueden suponer una diferencia cuantificable. En el caso del pastel de chocolate y la barrita de muesli, la etiqueta sobreestima las calorías procedentes de la fibra y la proteína de la barrita de muesli, quizás lo suficiente para hacerla inferior en calorías al pastel. Sólo 20 kcal diarias más de lo necesario pueden añadir aproximadamente un kilo de grasa en un año.

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Los errores en los factores de Atwater para la proteína y la fibra son una de las razones por las que el pastel de chocolate podría contener una carga calórica superior a lo que sugiere la etiqueta. El pastel además posee una textura más suave que la barrita de frutos secos, un factor que según es sabido reduje el coste energético de la digestión. Por ejemplo, en un estudio publicado en 2003, un equipo liderado por Kyoko Oka en la Universidad Kyushu de Fukuoka, Japón, investigó el efecto de la textura de los alimentos sobre la ganancia de peso. Alimentaron a un grupo de ratas con sus habituales porciones de comida dura, mientras que un segundo grupo recibió una versión más suave. Ambas versiones de la comida poseían el mismo contenido calórico y sabor. La única diferencia era que la suave era más fácil de masticar. Tras 22 semanas, las ratas del grupo de comida suave estaban obesas y tenían más grasa abdominal. “La textura de la comida pueden ser un factor tan importante en la prevención de la obesidad como el sabor o los nutrientes” concluyeron Oka y sus colegas (Journal of Dental Research, vol 82, p 491).

Un estudio similar sobre seres humanos tuvo resultados comparables. Kentaro Murakami y Satoshi Sasaki, ambos de la Universidad de Tokyo en Japón, encuestaron a 450 estudiantes femeninas sobre sus hábitos alimentarios y entonces clasificaron la comida que tomaban de acuerdo a su dificultad para ser masticada. Hallaron que las mujeres que ingerían los alimentos más duros poseían cinturas significativamente más esbeltas que aquellas que preferían las comidas más suaves (American Journal of Clinical Nutrition, vol 86, p206).

Aún más, el pastel de chocolate está confeccionado con azúcar y harina refinados, haciendo más fácil a nuestros cuerpos la extracción de las calorías disponibles que si procedieran de los carbohidratos complejos de la barrita de cereal. Y aunque el sistema de Atwater asume que la proporción de comida que atraviesa el sistema sin ser digerida es más o menos constante, en torno al 10%, sabemos desde hace más de 60 años que no es el caso. El 30 % o más de la harina sin refinar podría ser excretada, mientras que las harinas finamente molidas de la actualidad podrían ser casi completamente digeridas. Como resultado, las comidas confeccionadas con estas harinas refinadas –como la del pastel- probablemente suministren al cuerpo casi toda la energía que procede de esos carbohidratos.

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Cocinar también afecta la cantidad de calorías que el cuerpo obtiene de los alimentos, otro factor que el sistema de Atwater ignora, afirma Richard Wrangham, un antropólogo biológico de la Universidad de Harvard. Wrangham se interesó por el impacto del procesado de los alimentos sobre la disponibilidad calórica en una parte de su trabajo que versa sobre cómo el cocinado de alimentos afectó a la evolución humana. En su libro recientemente publicado Catching Fire: How cooking made us human, Wrangham postula que el advenimiento del cocinado de alimentos impulsó a nuestros ancestros hacia la vía rápida de la evolución, al proporcionar más energía que podía invertirse en el crecimiento de un cerebro mayor.

“El cocinado aporta energía a los alimentos” dice Wrangham. Altera la estructura molecular de los alimentos, facilitando que nuestro cuerpo los descomponga y extraiga los nutrientes.

En las plantas, por ejemplo, gran parte de la energía del almidón es almacenada como amilopectina, la cual es semi-cristalina, no se disuelve en agua, y no puede digerirse fácilmente. Sin embargo, al hervir los alimentos almidonados en agua, la estructura cristalina comienza a disolverse. Los gránulos del almidón absorben agua, se hinchan, y eventualmente explotan. La amilopectina es disgregada en moléculas de almidón cortas llamadas amilosas, las cuales son fácilmente digeridas por la enzima amilasa.

El cocinado también hace que la carne sea más digerible. Las proteínas son como el origami –estructuras tridimensionales complejas y plegadas que no pueden ser fácilmente abordadas por los ácidos y enzimas estomacales. El calor despliega las proteínas, exponiéndolas a las enzimas que trocean los aminoácidos para que puedan ser reciclados en las proteínas que el cuerpo necesita.

Para analizar la medida en que el cocinado aumenta el potencial calórico de la comida, Wrangham se asoció con Stephen Secor, experto en la fisiología de la digestión en la Universidad de Alabama. Secor evaluó el impacto del cocinado y triturado de los alimentos sobre la capacidad de las pitones birmanas para digerir y absorber los nutrientes.

Las pitones pueden parecer una elección extraña, pero son modelos útiles para estudiar la digestión porque permanecen inmóviles durante días después de alimentarse, haciendo fácil relacionar sus cambios metabólicos con la comida que ha ingerido.

Secor alimentó a las serpientes con una de estas cuatro opciones: carne entera cruda, carne entera cocinada, carne picada cruda y carne picada cocinada. Descubrió que cocinar o picar la carne reduce el coste de la digestión en un 12,7 % y un 12,4% respectivamente. Cuando alimentó a las pitones con carne que había sido a la vez cocinada y picada, la combinación redujo la cantidad de energía necesaria para la digestión en un 23,4%.

“Ese es un descenso significativo en el coste de la digestión” dijo Secor. “Significa que habrá muchas más calorías de las que puedan ser dedicadas a otros procesos, como el almacenamiento de grasa o glucosa.”

En otros experimentos Secor evaluó las diferencias energéticas entre las zanahorias cocinadas y crudas cuando se alimentaba con ellas a los dragones barbudos. Al contrario que las pitones estos lagartos son omnívoros, lo que posibilitaba evaluar la respuesta del sistema digestivo en una dieta estrictamente herbívora, carnívora u omnívora. Contando el número de veces que los dragones masticaban antes de tragar la comida, sus hallazgos preliminares sugieren que las zanahorias cocinadas requieren sólo la mitad de masticado que la verdura cruda, lo cual corresponde a un descenso de más del 40% de la energía necesaria para masticar.

Un puñado de estudios sobre humanos refuerza lo que se ha descubierto en animales. A finales de los 90, Pieter Evenepoel, de la Universidad Hospital Leuven, en Bélgica, marcó proteína de huevo con isótopos radioactivos e hizo su seguimiento a través del tracto digestivo de voluntarios humanos. Uno de los experimentos implicaba suministrar 25 gramos de proteína de huevo cocinada a cinco voluntarios que se habían sometido a una ileostomía, en la cual un tramo del intestino es llevado a la superficie y las heces son recogidas en una bolsa. Más tarde dieron a los pacientes la misma comida, pero esta vez el huevo estaba crudo. Después de las comidas, los contenidos de la bolsa y la respiración de los pacientes fue examinada para buscar el nitrógeno y el carbono marcados- los restos de la proteína digerida. Descubrieron que el 90% de huevo cocinado se digería, mientras que sólo se digería el 51% del huevo crudo (The Journal of Nutrition, vol 128, p 1716).

Pero a pesar de estas grandes variaciones en la cantidad de energía de la que puede disponer el cuerpo, nada de esto se refleja en el sistema de etiquetado de alimentos, lo cual condena al consumidor a tomar decisiones dietarias erróneas. “Es difícil realizar una estimación significativa y precisa del impacto del procesado de los alimentos, de modo que la gente simplemente ha ignorado el problema… hasta el punto de que el público en general ni siquiera es consciente de ello” afirma Wrangham.

De modo que si las etiquetas nutricionales están suministrando una información errónea a los consumidores ¿qué debería hacerse al respecto?

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Para muchos nutricionistas, la respuesta es nada. Aunque reconocen que el sistema actual no es perfecto, muchos argumentan que seguir con el sistema de Atwater simplifica el cálculo calórico aproximado. También afirman que reemplazar un sistema tan ampliamente utilizado requeriría una gran investigación tanto en modelos animales como humanos, además de un sistema de etiquetado más complicado del que acostumbran los consumidores, sin que suponga un beneficio real para la salud pública.

RECUENTO CALÓRICO

De hecho, en 2002, la UN Food and Agriculture Organization (FAO) constituyó un grupo de nutricionistas, incluyendo a Livesey, para investigar la posibilidad de recomendar un cambios en los estándares de etiquetado de alimentos para reflejar el gasto de la digestión. El grupo, a excepción de Livesey, decidieron seguir calculando las etiquetas nutricionales con la energía metabolizable dado que, como concluía el informe, “los problemas y dificultades de un cambio tal parecen tener mucho más peso que los beneficios”.

“Creemos que la energía metabolizable es una representación más precisa para todos del contenido de los alimentos, y es más exacta para los propósitos del etiquetado de alimentos” afirma Janis Baines, nutricionista de la agencia reguladora de los estándares alimentarios Australia New Zealand, en Canberra, que apoya la decisión del grupo.

Livesey, sin embargo, está convencido de que el sistema Atwater necesita ser revisado para tener en cuenta la energía necesaria para digerir diferentes comidas –proporcionando valores actualizados para la fibra y la proteína que reflejen el gasto de la digestión.

Wrangham está de acuerdo, y sugiere que además de hacer los recuentos calóricos más precisos para cada alimento diferente, podría existir un sistema que describiera de forma aproximada cuantas calorías se ganarían al cocinar una comida determinada de diferentes formas. Un filete, por ejemplo, podría proporcionar más calorías si se cocina bien hecho, que si se pide al punto o medio crudo.

Aunque Livesey no espera que estos ajustes solucionen la crisis de obesidad, al menos no por sí mismos. No obstante, cree que corregir las etiquetas nutricionales para que reflejen la última realidad científica proporcionará al consumidor consciente de su dieta la información que precisa para realizar las mejores elecciones alimentarias basadas en la compresión científica de la digestión.

“El público debería ser capaz de aplicar la ciencia” afirma “y si no sigues a la ciencia estarás siguiendo otra cosa”.

Traducido y adaptado 

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